miércoles, febrero 17, 2010

Dentista

Miro los cuadros colgados en las paredes, reproducciones de pinturas impresionistas que representan los mares del sur, con palmeras, con lugareñas lánguidas que no acudían nunca al dentista y eran felices comiendo fruta mientras la brisa del mar azotaba sus rostros, pero poco, los azotaba poco porque tenían que sonreír con sus ojos grandes y su dentadura perfecta. Paso la yema de los dedos por el lomo de las revistas que hay apiladas en la mesa, pero no, no cojo ninguna porque sería demasiado esfuerzo el que invirtiera en leer cotilleos y chismes estúpidos y en ver fotos de tías escuálidas, que estoy harto de ver mujeres sin curvas, mujeres largas y sin curvas como las carreteras de la Mancha.

La verdad es que parezco enfadado, lo noto. Hago todo lo posible para olvidar que estoy aquí, en la consulta del dentista, rodeado de adolescentes larguiruchos que cruzan las piernas como condes de la campiña inglesa. Cuando abren la boca veo que la mayoría lucen alambres en los dientes, arriba y abajo, y si sonríen, que casi nunca, parecen psicópatas eligiendo víctima. Fuera llueve.

Viene a buscarme una señorita vestida de blanco y me conduce por un pasillo a la consulta propiamente dicha. Hace que me siente en un sillón que parece un boomerang. Me reclina, me quita las gafas. Qué modales. Me dan ganas de decirle que soy capaz de apoyar la cabeza solo, que soy capaz de quitarme las gafas solo, pero no lo hago, no vaya a enfadarse y luego tome represalias.

Se marcha. Ahora vendrá la doctora. Veo a mi derecha un vasito con agua. Me dan ganas de beber, pero no lo hago, que nadie me ha dado permiso. Si me quitara los zapatos estaría más cómodo, pero presiento que no procede.

Espero.

Espero.

Aparece la doctora. Me saluda. No se quita la mascarilla para hablar. Parece simpática, le brillan los ojos. Hace que abra la boca. Con dos dedos lo logra. Toca, palpa mis dientes y mis muelas, mira al techo. Sí, dice, usted padece bruxismo, como sospechaba su médico de cabecera. El bruxismo consiste en rechinar los dientes, en apretar los dientes, en apretarlos de forma inconsciente hasta que duele la mandíbula y la cabeza. Normalmente esto sucede mientras duerme. En ocasiones despierto. Con una férula de descarga se arregla todo, dice.

Se marcha. No sé si levantarme, si beber agua, si decir lentamente y como una letanía bruxismo, bruxismo, bruxismo…

domingo, febrero 14, 2010

Un entierro

El tanatorio era un tanatorio de pueblo, un tanatorio de andar por casa. Constaba de dos salitas para dos muertos, un vestíbulo, un cuarto de baño unisex y una “cafetería” que consistía en una máquina de café escondida en una habitación chiquitita, en la que había, además, carpetas con material de oficina y archivadores apilados unos encima de otros. Daban ganas de abrir aquella puerta, echar unas monedas y tomarse un cafelito en un vaso de plástico. Daban ganas de echarle un vistazo a las carpetas mientras se calentaba el gaznate. Mirar las estadísticas de los decesos de la comarca. Comprobar ciertas cosas. Por ejemplo: ¿Había habido overbooking en alguna ocasión en el tanatorio? ¿Habían muerto más de dos personas el mismo día en la comarca? En tal caso, ¿se pujaba por una plaza o la contrataba la familia del primer muerto que llegara?
Hacía frío. Eran las nueve de la mañana y ya había gente acompañando al muerto y acompañándose entre sí. El muerto era un difunto esperable, un muerto anunciado desde hacía tiempo. Era una persona querida y respetada. Se había hecho respetar hasta en los últimos días de su vida, esos en los que uno, si se descuida, pierde la dignidad y adquiere cara de pánico. Él no, él había sabido morir con entereza. Todos lo resaltábamos en los corrillos a su alrededor, mientras mirábamos de reojo su cadáver tras la cristalera, rodeado de coronas. Una de las coronas era de “la sociedad de cazadores de San Roque”, la del pueblo, aquella a la que perteneció durante mucho tiempo. No sé por qué ver esa corona me emocionó, porque yo no soy cazador ni me caen demasiado bien, tan brutos, tan convencidos de que están en su derecho. Los cazadores piensan que el que no es cazador es gilipollas. Siendo justo debió emocionarme nuestra corona, la de “todos tus sobrinos”, pero no, me emocionó la de los cazadores del pueblo. Le recordé hablando de caza, de campo, de ganado. De pinos. Era un experto en pinos. Un campeón de los pinos.