domingo, abril 24, 2011

Pueblo

Todos los caminos tienen su final. Todas las cunetas están verdes. Todas las siembras están fuertes. Todos los charcos están limpios. El aire huele a humedad. El cielo está oscuro.

Nos saca a pasear la perra. Está como loca de alegría. Corre y salta. Se aleja y luego vuelve, vuelve con un correr perfecto, sincronizado, con las orejas al viento. Este cachorrillo se para frente a nosotros y nos mira. Te da a elegir: O le acaricias o se restriega contra tus piernas.

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La señora tiene casi cien años. Llueve. Está con su hija, acurrucadas las dos, asomadas a la ventana, mientras ven llover. Pasamos corriendo, pisando charcos, pero hay que parar y saludarlas. Le preguntan cómo está y ella contesta que cada vez más arrugada. Es que la tierra me llama, dice.

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A las tantas de la madrugada, en una bodega, con el estómago lleno de sopas de ajo y del primer vino cosechero del año, vino peleón y amansador de fieras, me entero de que la ginebra es uno de los mejores limpiadores de gafas que existen. Me las piden, las cedo (con un poco de miedo), las embadurnan con ginebra, las yemas de unos dedos las limpian con una servilleta. Efectivamente, al ponérmelas noto que lo que veo es más nítido, casi perfecto, que no hay bruma.

martes, abril 12, 2011

Historias del cesped (y VII)

Su hermano esperaba los fines de semana para abrevar en cualquier barra de metacrilato con la ayuda de pastillas de colores. Su padre, camionero, a veces se preguntaba por qué tantos clubs de carretera se llamaban Oasis. Su madre tenía los armarios de la cocina atestados de decenas de tarros ordenados y cerrados herméticamente, algunos con alimentos exóticos, pero siempre comían lo mismo, una y otra vez, legumbres y legumbres.

Todo eso se lo dijo a ella en el césped del Allende, mientras la abrazaba y sentía cómo una piedrecita se le clavaba en los riñones. Intentó rozarle los pechos pero le fue imposible. Por lo visto, las batallas debían comenzar siempre por el principio y no había pasos intermedios.

En los corros corrían las litronas. Les ofrecieron patatas fritas y pipas de girasol. No le hacía gracia el perrillo que ladraba al ritmo de la guitarra. Las conversaciones de los demás eran insulsas, y las bromas le resultaban de una reiteración tal que si se descuidaba le levantarían dolor de cabeza. Quería, además de acariciarla y sentir su olor fresco, oírle una palabra de ánimo, sentirse acompañado en su decisión de abandonar los estudios.

Ella, sin embargo, le dijo que era un aburrido. Se lo dijo como una constatación de la realidad. Se zafó de sus brazos y se puso boca arriba, mirando el cielo, por si salían las estrellas. Él miró su cuello tenso y sus párpados ahora cerrados. Abriría los ojos y querría que el mundo la sorprendiera. Le preguntó si quería marcharse. ¿Nos vamos? Ella dijo que no, que le gustaba cómo tocaba el tío de la guitarra.

Emprendió el camino a casa. Pisó el césped nuevamente. Miró la acera, tan larga. Pegó una patada al retrovisor de un coche. Luego a otro. Dejó un rastro de coches mutilados y, con la destrucción, se sintió mejor.

sábado, abril 09, 2011

Historias del cesped (VI)

Cuando firmó el contrato en la ETT y se fijó en el prorrateo de las pagas extras, en que le descontarían el precio de las botas de trabajo del primer sueldo aquello ya no le pareció el paraiso en la tierra. Hizo cuentas y resultó que los descansos de veinte minutos en la descarga de camiones no contaban como tiempo de trabajo efectivo. Decididamente, aquello ya no le pareció la consecución de un sueño. Se vio a sí mismo claudicando ante un enemigo. Un enemigo invisible, poderoso y con paciencia infinita, que le absorbería la rabia y estaría siempre a sus espaldas con una calculadora.

Al mediodía, ante un plato de legumbres, su hermano le animó a comer mucho para estar fuerte y poder descargar camiones a destajo. Su padre golpeó el plato con el cuchillo como si quisiera matar un oso, (una lenteja se pegó a la piel de una naranja, otras salieron volando a posarse en la pantalla del televisor). Su madre lloriqueó y le repitió de nuevo que cometía un error al abandonar los estudios.

A última hora de la tarde hizo una llamada perdida y a los pocos minutos recibió otra en la que ella le preguntaba cómo le había ido y le decía que le esperaba en el césped, con todos los demás. Alguien tenía una guitarra y sonaba muy bien. Por lo visto un perrito bailaba al son de la música. Qué gracioso.

viernes, abril 08, 2011

Historias del cesped (V)

Era verano y él había decidido que no acudiría más al instituto. Había algunos que se fumaban los porros con ansia, para que brillaran sus ojos y se les pasaran las ganas de llorar. Conocía a otros que ingresaban en el paraíso a través de las porterías de futbito, celebrando el gol en la red. Los había que buscaban como podencos cadenas de las que liberarse y solo veían al bedel, que les rogaba que no gritaran en el vestíbulo. Él era ya otro. Él trabajaría en el Mercadona, haría turnos, y llegaría a casa cansado de trajinar con el pescado o con la fruta. Dormiría bien. Conocería las ofertas, saludaría al encargado, puliría el suelo. Se reiría de todo. Tendría dinero para ir con ella al paraíso, confiaba en que el camino le fuera mostrado. Los dos pensarían en el césped del Allende y, al mencionarlo, reirían. Recordarían los atardeceres de los días del verano.

jueves, abril 07, 2011

Historias del cesped (IV)

Lo que aún recuerda, cuando está en su habitación, tendido en su cama, escuchando música, es el sonido de la cabeza de ella contra los buzones, y los susurros de miedo: temían que les viera algún vecino. Pero al fin y al cabo los vecinos eran personajes de otra película, y nada era más importante que ellos. Los vecinos dormían mientras ellos hacían el amor. En unos momentos él la aprisionó y ya no pudo más. Algo había salido mal y algo había salido bien.

martes, abril 05, 2011

Historias del cesped (III)

Una madrugada, después de haber sentido el troquel del césped húmedo del Allende en sus espaldas, después de haber mirado la luna en varias ocasiones, él la acompañó a casa. Me aburro, había dicho ella dándole un trago a la cerveza. Y se marcharon. Él bajó la cabeza, miró al suelo, y, mientras recorrían las calles hasta su casa, las baldosas le marearon. En el portal la arrinconó contra el panel de los buzones. No fue nada premeditado. El verano dulzón. Las risas que habían oído, lejanas. El ascensor, parado, como un monstruo al acecho. Chupó su cara, lamió sus labios. Posó sus garras en sus caderas, le rajó las bragas. Ella bajó la cremallera de su bragueta demasiado deprisa, como enfadada con el mundo, como si el mundo le debiera algo.

lunes, abril 04, 2011

Historias del cesped (II)

Eran una pareja. Todos decían que lo suyo iba en serio. De camino a casa les apetecía quedarse atrás, separarse de los demás. Los hay muy brutos, decía ella. Son mis colegas, contestaba él. Gritaban, reían, se empujaban. Andaban por las calles de Valleaguado, agazapados, y los coches de policía reducían la velocidad y los maderos, cuando les veían, sacaban el codo por la ventanilla. Durante un minuto el coche iba a su paso, en primera, y ellos caminaban más erguidos.