miércoles, enero 19, 2011

Estática



Me cago en los triglicéridos. A mi edad y así… ¿Y el colesterol? Me cago en el colesterol. Ahora resulta que hay colesterol bueno y colesterol malo. Como los policías: policía bueno, policía malo. Ciento veinte pulsaciones, y subiendo. A dieta. Sin sal. Nada de alcohol. Y tengo que cambiarle el aceite al coche. Llené el depósito ayer. No se llena con sesenta euros, el cabrón. Enchufas la manguera y te puedes dormir. Es que no da, el sueldo no da. Ciento treinta pulsaciones, y subiendo. Cómo sudo. ¿Y mi jefe? ¿Y el trabajo? Mejor escucho música. Mejor miro al frente, por la ventana. Pedaleo. Ciento cuarenta pulsaciones. Se me pega la camiseta. Me escuece la entrepierna. Sudo.

sábado, enero 15, 2011

Septiembre



Eran los últimos días del verano. No había llovido, ni llovería en los próximos días. Íbamos andando desde el pueblo, desde el Camino del Pozo, allá en los arrabales, por caminos polvorientos, y yo me cansaba pronto porque era un niño. A ratos me llevaba en brazos mi abuela, una mujer pequeñita y con un nervio de apretar los dientes. Se quedaba atrás, nos quedábamos atrás, y mirábamos a los demás alejarse en dirección al cortijo porque se ensimismaba. Para ella todo era maravilloso. Ahora sé que las distancias no son tan grandes, pero entonces me parecían enormes. Yo veía a los demás perderse en el camino y me impacientaba. Ella paraba y recogía una piedra del camino para admirarla, se detenía frente a las esparragueras medio secas y con la palma de la mano acariciaba aquellas matas que a cualquiera le hubieran pinchado, me agarraba la mano y continuábamos.

Al final del camino siempre estaba la casita pequeña que ahora tanto añoro, con su umbral de cantería y su parra en la fachada. Dentro todo era oscuridad y frescor, y olía a hierba mojada. El suelo era de tierra, con unos camastros para resguardarse o dormir allí si llovía. Unos basares colgaban de las paredes, cerca de la chimenea negra que hacía tiempo que ya no se usaba. Detrás de la casa estaban las zahúrdas, con jaramagos y chumberas apoyadas en sus paredes de piedra, derruidas y cubiertas de musgo. Sigo soñando con aquella casita pequeña y pobre, en lo alto de una loma. En mi mente no hay monumento más grande a mi infancia que aquella casa.

Mientras los mayores colocaban los trastos y mis primos bromeaban y reían, peleándose entre ellos, yo escapaba y hundía mis pies en aquella tierra oscura y blanda, polvorienta y aterronada. Llegaba hasta la era y, desde allí, desde aquella llanura, lo abarcaba todo con mi mirada. Todo podía explorarlo excepto el pozo, al que no debía acercarme. Era un pozo oscuro, fabuloso, capaz de engullir a una burra en cierta ocasión mítica y renombrada, con ranas en su orilla, con el zumbido de nubes de insectos en sus inmediaciones. Si hubiera intentado acercarme al terreno prohibido, mi abuela habría corrido hacia mí sin dejar de gritar. Sin verla, sentía su mirada.

Me acercaba a las higueras y sentía el frescor fragante de su sombra. Veía los olivos frondosos en un extremo de la finca. Y allí estaban los almendros, uno tras otro, esperándonos, con su fruto ya a medio abrir, ofreciéndolo.

Luego comenzaba el trabajo. Mis primos se encaramaban a los árboles y recogían las almendras de las copas, de las ramas más altas. Los demás las recogíamos al ordeño, una a una, y las echábamos a los cubos, a los sacos, a las mantas extendidas en el suelo. Mi abuela escamondaba el fruto de las hojas con una rapidez asombrosa y vareaba algunas ramas a las que nadie llegaba. A ratos se trabajaba en silencio, a ratos gritaban y reían. A mí me tenían allí, recogiendo almendras del suelo, pero al rato se olvidaban de mi presencia y podía ir a los muros de la zahúrda a buscar lagartijas, y volver luego a la casa y sentarme en el umbral, a la sombra.

A media mañana volvían todos y mi abuela sacaba un bolso de cuadros lleno de comida. Mis primos discutían y voceaban. Los mayores hablaban de cómo se presentaba el año. Siempre se quejaban, nunca se presentaba bien. El aperador que alguien conocía había dicho que venían tiempos malos. Todo estaba cambiando, decían. Ahora, cuarenta años después, sé que no sospechaban cuanto. Mi tío y mi padre bebían vino de un vaso de aluminio y se limpiaban los hocicos con las mangas. Todo sabía a ajo y perejil, a orégano, y a aceite de oliva. Queso, chorizo, filetes empanados, tomates con sal. Comíamos a dentelladas. La abuela estaba pendiente de todo y, si me descuidaba, me hacía una caricia. El mayor de mis primos se levantaba con la boca llena, nos daba un pescozón a los demás, se marchaba andando como un oso, y se acomodaba en la horquilla de una higuera. Se ponía a leer un tebeo del Capitán Trueno, allí, entre el sol y la sombra. Me gustaba verle allí, leyendo, a lo lejos, mientras terminábamos de comer, como si estuviera enfadado. Mi padre y mi tío descansaban un rato, fumando, silenciosos. Yo pensaba en lo que quedaba de jornada, en que al anochecer volveríamos al pueblo, cansados. Pensaba en que mi madre se escandalizaría en cuanto me viera. Este niño viene hecho un Adán, diría, a este niño lo meto en la bañera ahora mismo. Este niño trae almendras hasta en los calzoncillos.

domingo, enero 09, 2011

Año Nuevo

En esta tarde de domingo fútil y lluviosa preparo un cocido. Un cocido denso y contundente para alimentarnos mañana, cuando volvamos definitivamente a la rutina. Quizás nos asalte luego un ardor de estómago de camionero en ruta, sí, pero así es la vida, vivamos al límite. Para otros las acelgas rehogadas y los filetes de pollo a la plancha, esos filetes resecos que fomentan la tendencia al llanto y la desesperanza.