jueves, octubre 30, 2008

E

En la consulta del oftalmólogo.

Mi padre se sienta en el sillón para graduarse la vista. Todo oscuro, excepto la porción de pared iluminada por el proyector. Va enumerando letras, y las acierta hasta que ya son demasiado pequeñas para su vista cansada.

En el límite en el que ya no ve la silueta de una E (mayúscula, solitaria, monumental) dice que no ve la letra pero que le parece que ese borrón es la figura de un coche marcha atrás.

“¿Cómo que un coche?”, pregunta el médico. Mi padre dice que no le parece un coche visto desde atrás, no, sino un coche visto desde delante, pero reculando, dando marcha atrás.

martes, octubre 14, 2008

Día

Damos por bien empleada la jornada si, al caer la noche, bajamos la vista y encontramos una moneda en el suelo.

jueves, octubre 09, 2008


Libros



Ayer ordené los libros que tengo en casa. Ya no queda sitio en la librería que ocupa toda una pared, la más ancha, de una habitación. Esta librería fue el primer mueble que entró en mi anterior casa, antes incluso que una cama, y la que después vino conmigo a la casa en la que ahora vivimos. Yo mismo mandé cortar sus baldas, yo mismo la ensamblé (junto con un amigo manitas, que me ayudó). Yo mismo (yo solo) estuve a punto de intoxicarme al barnizarla.

Después de llenar la primera librería, que llega hasta el techo, añadimos otra, en la pared de enfrente, y también se llenó. Luego compramos unas estanterías para colocar encima del marco de la puerta, y ya está atestada. La mesilla de noche del dormitorio tiene varias pilas de libros sobre ellas...

Ya no caben más, me dice mi familia. El lugar que ocupan los libros podría estar ocupado por otras cosas. Tienen razón. Lo comprendo. Aunque voy mucho a la biblioteca pública, iré más, y esperaré que les lleguen los títulos que todavía no tienen.

Pero yo, cada cierto tiempo, ordeno los libros. Toda la gente sabe que los libros se desordenan solos. Lo hacen porque son traviesos y hasta promiscuos, y para permitirnos el placer de ordenarlos, y también el placer de reencontrar títulos que nos ponen el corazón en la boca, y nos recuerdan quienes fuimos y lo que somos. Ayer, por ejemplo, volví a tener en mis manos El río del olvido, de Julio Llamazares, y Subir a por aire, de George Orwell, dos libros que leí hace muchos años, y que estaban ahí, agazapados, esperándome. Estuve manoseándolos, releyéndolos, acariciándolos, como si los hubiera echado de menos sin saberlo. Por eso puedo asegurar que seguiré comprando libros, aunque comprendo que no debería..

miércoles, octubre 01, 2008

Sola

Hoy cumplo cuarenta y tres años. Dios mío, cuarenta y tres años. Ahí están ellos, metidos en la cueva de su habitación, el Messenger a todo trapo, las paredes llenas de carteles de cantantes con narices perforadas por aros dorados, mirando páginas pornográficas en la pantalla del ordenador, mientras yo soplo las velas imaginarias de la tarta de mi cumpleaños, porque estos hijos míos han vuelto a olvidarse del cumpleaños de su madre.

Antonio ha venido muy cansado. Está harto en el trabajo. No duerme bien. Dice que quizás debamos posponer lo de salir a cenar. Por si fuera poco, en el último análisis el antígeno prostático le ha vuelto a subir y tendremos que ir al urólogo. Le han citado con urgencia. “No me gusta que me los palpen, no me gusta”, dice mientras el doctor efectúa las palpaciones, buscando, sopesando la posibilidad de una alteración en los testículos, que afortunadamente nunca se produce.

Qué mayores, Dios mío. Cercanos a los cincuenta. Antonio rozándolos: cuarenta y ocho. Me debo a mí misma una mamografía y una liposucción. Un cursillo de yoga. Un balneario. Un fin de semana en Paris. Una aventura con el chaval de la pescadería, que me mira con ojos acuosos cuando me entrega los boquerones, que se fija en mi escote cuando me da la vuelta, que admira mi culo cuando me marcho.

Si no habrá cumplido todavía los veinte. ¿Tendrá novia? Seguro que sí. Podría ser mi hijo. Me mira como si fuera un cocodrilo dispuesto a devorarme, con esas manos enguantadas que colocan la merluza escurridiza, que remolonean entre las gambas y hacen sonar el cascabel de las chirlas.

Este muchacho, con la locura de la juventud, podría proponerme alguna vez una locura.
Y yo le contestaría que no. Le diría que me siento muy halagada, pero que lo nuestro es imposible; que él es muy joven y yo muy mayor. No, no le diría que soy muy mayor. Le diría que tengo esposo e hijos.

Él insistiría. Se frotaría las manos enguantadas en el mandil chorreante. Me miraría a los ojos con esa cara de animal de la selva que tiene, a punto de rugir, a punto de devorarme.

Y entonces yo no podría resistirme. Ya no. Me sería imposible y sucumbiría, y debo dejar de tocarme, ya estoy de nuevo soñando, que bien se está en la cama, con las piernas abiertas, sola, tranquila, con los ojos cerrados, y me amaría y me diría que me quiere...