sábado, mayo 10, 2008

Metro

Estoy frente a ella, entre tanta gente. Se abren y cierran las puertas, pasan las estaciones. Viaja leyendo un libro, que parece sacarle las emociones a la cara, a los ojos, a la sonrisa. No consigo ver el título, pero es un libro que me gustaría leer. A veces cierra los ojos y parece recapacitar. Se enrosca en los dedos un mechón de su media melena y parece viajar en otro vagón de metro, un vagón para ella sola, sin que nadie la moleste, rumbo a una especie de isla que solitaria y paradisíaca.

No es una mujer y tampoco una niña. Repito que me gustaría saber el título del libro que lee, y también saber algo de su vida. Estoy seguro de que todavía no tiene nada de lo que arrepentirse verdaderamente —no le ha dado tiempo a tropezar— y de que piensa que todo en esta vida tiene arreglo.

La miro, ella se da cuenta. Continúa leyendo. Abre las piernas y se rasca con unos dedos de uñas largas. La tela del vaquero, esa tela elástica, suena como si se rasgaran cortinas kilométricas, en medio del traqueteo del metro. Suena como una bestia al salir de la madriguera. Suena como el papel rasgado de un regalo. Se levanta unos centímetros y se rasca el culo. Raca, raca. Sigue sonando, prevalece el ruido ante el anuncio de la próxima estación en los altavoces.

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