martes, abril 12, 2011

Historias del cesped (y VII)

Su hermano esperaba los fines de semana para abrevar en cualquier barra de metacrilato con la ayuda de pastillas de colores. Su padre, camionero, a veces se preguntaba por qué tantos clubs de carretera se llamaban Oasis. Su madre tenía los armarios de la cocina atestados de decenas de tarros ordenados y cerrados herméticamente, algunos con alimentos exóticos, pero siempre comían lo mismo, una y otra vez, legumbres y legumbres.

Todo eso se lo dijo a ella en el césped del Allende, mientras la abrazaba y sentía cómo una piedrecita se le clavaba en los riñones. Intentó rozarle los pechos pero le fue imposible. Por lo visto, las batallas debían comenzar siempre por el principio y no había pasos intermedios.

En los corros corrían las litronas. Les ofrecieron patatas fritas y pipas de girasol. No le hacía gracia el perrillo que ladraba al ritmo de la guitarra. Las conversaciones de los demás eran insulsas, y las bromas le resultaban de una reiteración tal que si se descuidaba le levantarían dolor de cabeza. Quería, además de acariciarla y sentir su olor fresco, oírle una palabra de ánimo, sentirse acompañado en su decisión de abandonar los estudios.

Ella, sin embargo, le dijo que era un aburrido. Se lo dijo como una constatación de la realidad. Se zafó de sus brazos y se puso boca arriba, mirando el cielo, por si salían las estrellas. Él miró su cuello tenso y sus párpados ahora cerrados. Abriría los ojos y querría que el mundo la sorprendiera. Le preguntó si quería marcharse. ¿Nos vamos? Ella dijo que no, que le gustaba cómo tocaba el tío de la guitarra.

Emprendió el camino a casa. Pisó el césped nuevamente. Miró la acera, tan larga. Pegó una patada al retrovisor de un coche. Luego a otro. Dejó un rastro de coches mutilados y, con la destrucción, se sintió mejor.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es que es tan magnífico, que no sé qué más puedo decir. ¡Bravo!

Miguel Baquero dijo...

Yo también digo ¡bravo!, esa forma final en que arranca la violencia desde la frustración, desde la conciencia del protagonista de su propia pequeñez y estupidez, es buenísima