domingo, diciembre 09, 2007

En el despacho

Cuando fichamos me está esperando. Luego, un rato antes de la hora del bocadillo, levanto la vista de mi banco de trabajo y adivino su figura detrás, apoyado en la barandilla de la rampa de talleres, con la vista fija en mi nuca. Imagino que se muerde el labio inferior y sonríe. Después se marcha en compañía de otros como él.
A media mañana alguien me da en el hombro. Es él. Me quito la mascarilla. Me dice que en cuanto termine esa pieza quiere verme en su despacho.
Atravieso la nave. Algunos compañeros ven a dónde me dirijo y me hacen gestos de apoyo. Lo agradezco con la mirada. Llamo con los nudillos a la puerta. Me hace señas para que pase. Cierro la puerta y se amortigua el ruido del exterior.
—Siéntate—me dice.
Pero durante un rato no habla. Asiente con la cabeza y me observa como si yo estuviera actuando de una forma que él hubiera previsto. Da un trago de un vaso de agua que hay sobre la mesa. A su lado, el estadillo mensual.
Por fin dice:
—No estás rindiendo. Tienes un porcentaje altísimo de piezas invalidadas por Control de Calidad.
—Son piezas de precisión. No dispongo de herramientas apropiadas—me excuso.
—¿Cómo que no dispones de herramientas apropiadas?
—Las piezas que se me encargan se fabrican en la nave dos, con herramienta apropiada.
—¿Quién ha ordenado que fabriques esas piezas en esta nave?—pregunta.
—Usted.
—Pues yo soy tu jefe. Si te lo he ordenado debes hacerlas.—Sonríe. Se acaricia la corbata con la yema de los dedos.
—Yo hago lo que usted ordena.
—De acuerdo. Pero haz las piezas bien. No quiero ni una devuelta por Control de Calidad.
—Eso es imposible—protesto.
—No es imposible. Esfuérzate.
—Lo haré.
—¿Qué harás?
—Esforzarme.
—Tengo todas tus estadísticas a mano. Voy a por ti. Que lo sepas. Voy a machacarte.
Entonces veo que los dos estamos solos. La puerta del despacho está cerrada. Podría decirle cuatro cosas. Preguntarle el motivo de todo esto. Quedaría entre nosotros. También, si quisiera, podría agarrarle del cuello y retorcérselo. Pero caigo en la cuenta de que esto podría ser una trampa, podría tener un micrófono escondido, por ejemplo, así que hago un esfuerzo, debo hacerlo, doy un volantazo y salgo de la autopista por la salida del Bronx. Este camino es muy peligroso. Abandono el coche en el cruce entre la Cuarta y la Séptima. Corro. Suena música trepidante a mi espalda. Procuro esquivar a los transeúntes. Derribo el carrito de un bebé, no puedo evitarlo. Subo por una escalera de incendios. El gángster abre la puerta de su coche y dispara contra mí con una metralleta. Me ha alcanzado. Cesa la música. Sangro. Ríe como una hiena. Pero los malos nunca ganan, así que me rehago, es solo un rasguño, y saco la pistola de la sobaquera. Apunto y le meto un tiro entre las cejas. Ya no sonríe el hijo de puta.
—¿Me has entendido?—dice.
Ahora los negocios de prostitución, los garitos de apuestas, la droga, todo, pasará a manos del orfanato al que estaba extorsionando. Quería especular con los terrenos, quería abusar de los pobres huérfanos, pero ya no podrá ser. Está muerto. Yo soy el bueno y él era el malo.
—Digo que si me has entendido.
Le miro. Da un poco de pena. Tan joven, con esa corbata tan bonita y ya está muerto.
Contesto que sí, que le he entendido.
Atravieso la nave. Los compañeros me miran. Preguntan con la mirada. Sonrío, porque otra vez he ganado la partida.

No hay comentarios: