jueves, marzo 31, 2011

Historias del cesped

Empezaron a salir juntos después de aquellas noches en el césped del Allende, a la luz de las farolas de luz amarilla, mecidos por el ruido de los coches en la avenida de José Garate. Parecía que en las sombras alargadas de los setos se escondían demonios, que en los toboganes y columpios solitarios quedaba el rastro del último movimiento, la última sonrisa de los niños. Era verano y se veían nubes de mosquitos alrededor de las cagadas de los perros o del agua de las fuentes.

Había fines de semana que tocaba algún grupo en el anfiteatro de piedra. Algunas veces eran amigos, o conocidos, y siempre la música les parecía gloriosa.

Las litronas embutidas en bolsas de plástico, las palmeras de chocolate, los ganchitos con sabor a kétchup, las bolsas de pipas. Los corros. Los amigos. El móvil, que sonaba. Hablaban de todos los temas con una sabiduría de monjes tibetanos: a ellos nadie se la daría con queso. No creerían en nada para no ser engañados. Mirarían de reojo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Las dos últimas frases me parecen geniales e inquietantes en el contexto.

Besos,

Una monja tibetana.

Miguel Baquero dijo...

A mí también me ha encantado el final. Y más vale no pensar en la curiosa forma en que, al final,no sabes cómo, te acaban engatusando

la luz tenue dijo...

Me alegro de que os guste.
La historia sigue...