martes, febrero 24, 2009

Las olas

Querido Juanqui:
Espero que sigas bien en ese país tan lejano. Me alegro mucho de que Susana y los niños estén contentos y se hayan adaptado tan pronto. Ya sabéis que os echamos mucho de menos.

Me pides en tu carta que te cuente algo de aquel viaje a la playa. Dices que para ti es como si no existiera el recuerdo de la mirada triste y húmeda de papá cuando íbamos a visitarle al hospital; de mamá lavándole con una esponja, el agua con jabón goteando por la línea de sus costillas. Comprendo que desees recordarle con sus botas de goma y su delantal, anunciando a voces las sardinas más frescas, piropeando a las clientas, abriendo con agilidad las tripas del pescado. Yo también quiero conservar esa imagen de él, junto con la de aquel día en la playa, que ahora rememoro para compartir contigo. Y ten en cuenta, al leer esta carta, que en aquellos días yo no había cumplido todavía los trece años y era vuestra hermana pequeña, de la que Javi y tú os burlabais tanto.

Recuerdo a mamá y a papá en el aeropuerto. A mí dándole la mano a papá, y agarrándosela fuerte, tras subir al avión y sentarnos. Había una revista de tapas brillantes en el respaldo de los asientos. Nos dieron un zumo. Durante el viaje vi por la ventanilla nubes que parecían de algodón sucio.

Cuando llegamos a Palma de Mallorca hacía mucho calor. Pasaba ya el mediodía y el sol parecía humear. Subimos a un taxi y papá le contó al conductor que había sufrido un infarto y que venía a la playa a recuperarse. Le dijo que había cerrado la pescadería quince días y que estuvo a punto de morir. Que aquel viaje era empezar de nuevo. En el recorrido desde el aeropuerto vimos palmeras y algún molino de viento. Olía a sal. Recuerdo que había tanta luz que me pareció excesiva, como si la estuvieran hurtando de otro lugar. Al apearnos en la puerta del hotel mamá se enfadó con papá. Dijo que el taxista era un gilipollas y que nadie tenía que enterarse de nuestra vida.

Desde el vestíbulo del hotel os llamaron por teléfono a Javi y a ti. Ya sabes, no hace tanto tiempo de aquello, de aquellas llamadas de amonestación que los tres hemos sufrido, como si tardáramos demasiado en dejar de ser niños. Recuerdo que por teléfono mamá hablaba a voces. El viaje bien, ya habíamos llegado. Sí, todo era muy bonito. Volvieron a advertiros sobre los exámenes de fin de curso y la responsabilidad que teníais. Os dijeron que no querían que os olieran las manos a pescado toda la vida. Colgasteis. Reconoce, Juanqui, que en aquellos tiempos erais unos jovencitos cerriles y maleducados, admiradores de los policías guapos de Corrupción en Miami. Yo decía que erais patéticos y vosotros me llamabais Pocopecho. Qué rabia me daba. Siempre fui, y seré, la pequeña de la casa. Mamá miró el auricular mudo del teléfono y dijo que qué chicos, que parecía que siempre estabais enfadados. Papá le contestó que confiaba en vosotros. Me guiñó un ojo y puso la mano en mi hombro.

Subimos a la habitación en un ascensor enorme en el que nos vimos reflejados, y en cuyas paredes decía bienvenidos en varios idiomas; también que el agua era un bien escaso y que no la malgastáramos. Recorrimos el pasillo buscando el número de nuestra habitación y nos cruzamos con una pareja rubia y malencarada que no respondió a nuestro saludo. Extranjeros, dijo mamá, y creo que estuvo a punto de escupir. En cuanto abrió la puerta señaló que allí olía a ambientador de pino. Huele a limpio de quiero y no puedo, dijo. Abrimos las ventanas para que la estancia se aireara y luego salimos a la terraza. No se veía el mar, se adivinaba. Papá me preguntó si quería ir a la playa. Debí mirarle con tal cara de ansiedad que rió. Me gustó oírle reír. ¿Recuerdas su risa? Antes debo dormir una siesta, porque estoy cansado, se excusó. Siempre estás cansado, dijo mamá. Luego se miraron y ella agachó la cabeza.

Tomó sus pastillas y durmió sobre la cama, sin retirar la colcha, hinchando y deshinchando su barriga, enorme en comparación con las costillas que constreñían su pecho. Cuando roncaba ya, mamá se asomó a mirarle, y yo también. Le arropó, aunque no era necesario porque no hacía frío. Dormía placidamente y le caía el hilillo de baba, como siempre desde que sufrió el infarto, ese hilillo que de vez en cuando le caía al dormir, al comer o al hablar con alguien. Mamá y yo volvimos al salón y nos sentamos en el sofá, oyendo sus ronquidos. Luego mamá aprovechó para deshacer el equipaje y yo para imaginar el mar, tan cercano ya.

A última hora de la tarde salimos del hotel. Todavía hacía sol, aunque se notaba que se estaba yendo. Llevábamos una bolsa con las toallas y la crema bronceadora. Recorrimos un caminito acotado por juncos y, tras subir una pequeña duna de arena amarillenta y volver a bajarla, llegamos a la playa.

Vi el mar, Juanqui. No lo había visto nunca. Era grande, un monstruo. Más que sonar, retumbaba. Las olas azotaban continuas, rítmicas, mansas. Si te fijabas en ellas parecían adormecerte. Creí adivinar que cada cierto tiempo su sonido paraba un segundo. Todo quedaba en silencio un segundo para luego continuar. Como si cogiera fuerza para alimentar un engranaje oculto.

Los bañistas estaban colocados frente al mar, en varias líneas paralelas a la que formaba la espuma de las olas, todos mirando en dirección al horizonte del agua azul y clara. Parecían meditar, tendidos sobre sus toallas, todos cavilando, todos excepto un par de niños que jugaban con un cubo y unas palas a construir un castillo. También vi a unas mujeres incorporadas, apoyados sus codos en la toalla, hablando, y su conversación, aunque no la oí, me pareció inocua; supuse que en ella no se permitiría nunca una discrepancia. Hablarían de la vida, de la levedad del tiempo, de la cena próxima o del precio de la fruta. Yo era una adolescente que haría cosas importantes en la vida.

Paseamos por la arena mojada. Papá caminaba erguido y con pasos grandes y firmes. Sonreía. Notó que le miraba y se incomodó. Ya sabes que no quiso nunca que nos preocupáramos por él, ni en los peores días del hospital. Pero yo tenía ya trece años y a ratos me sentía más alta y fuerte que él.

Al principio nos pareció que el agua del mar, en olas que lamían nuestros tobillos, estaba helada, pero pronto nos acostumbramos. A mí me pareció perfecta, tonificadora. Miré los pies de papá y mamá, hundiéndose en los pequeños charcos que sus talones abrían, con el agua cristalina cubriendo sus dedos, y me pareció que la vida era eso: entrar y salir en pequeños charcos.
Anduvimos mucho. Propuse ir hasta el final de la playa, donde los contornos de la gente se difuminaban, pero al rato me impacienté porque quería bañarme. Y nos bañamos, primero yo y luego ellos agarrados de la mano. Penetré en el agua hasta que noté que las olas rompían a la altura de mi pecho. Puse empeño y las olas no me empujaron ni hicieron que me tambaleara, sino que chocaban en mí y luego seguían hacia tierra, evitándome. Así estuve un rato: resistiendo las olas. Cuando volví a mirarlos estaban muy juntos, allá dentro, frente a frente. Mamá chillaba como un ratoncito y papá levantó sus brazos.

Anochecía cuando volvimos al hotel. Me adelanté unos pasos. Vi una lagartija correr hacia los hierbajos del camino. El sol había enrojecido mi espalda. Oí que mamá decía que todo se arreglaría. Él contestó que claro que sí, pero que había que tener paciencia. Lo habían dicho los médicos: poco a poco. Luego papá dijo que debía recuperar las fuerzas y añadió unas palabras al oído de mamá. Los dos rieron.

Lo demás, Juanqui, ya lo sabes. De madrugada mamá gritando el nombre de papá y llorando. Papá boqueaba, como un pez fuera del agua, empapado en sudor. El médico del hotel diciendo que a él le habían puesto ahí para las gastroenteritis, pero no para atender infartos. Lo dijo mil veces. No se lo decía a nadie, se lo repetía a sí mismo, en voz baja, como una letanía, mientras aplicaba a papá un masaje cardiaco. Golpeaba rítmicamente su pecho y yo miraba aquello como si fuera un sueño. Llegó la ambulancia y a mí no me dejaron ir con ellos. Alguien hizo que un camarero me subiera una tila a la habitación. Era un chico joven y guapo. Al irse cerró la puerta con cuidado. Me asomé a la terraza. Estaba oscuro. Cerraba los ojos y veía a papá golpeando la tabla del mostrador con el lomo del pescado húmedo. A mamá, que colocaba hojas de helecho verde y brillante en las cajas de la merluza. A los dos bajando el cierre metálico del puesto. A los dos, bañándose en el mar. Abrí los ojos. No vi el mar, pero lo adiviné. Pensé en el mecanismo de las olas como el engranaje perfecto.

7 comentarios:

conde-duque dijo...

Qué bueno, José Manuel. Me ha encantado. Desde aquí suena una ovación.
A ver si pronto sacas otro libro de relatos. De este estilo estaría muy bien.
El tono me ha recordado a Salinger y su pez plátano, nada menos...
Lo que se me hace un poco raro es el nombre: Juanqui, aunque ya sé que es el apelativo familiar, cariñoso, etc.
Gracias por hacernos disfrutar con estos relatos.
Un abrazo.

conde-duque dijo...

Ah, y que te mejores...

Miguel Baquero dijo...

Me lo imprimo y lo leo con calma. Tiene muy buena pinta. Me alegro mucho de que, dentro de lo malo, la lesión te sirva para escribir alguna cosa de vez en cuando.

Un abrazo y aver si te recuperas para el concurso de escritura rápida y nuestras cervezas anuales

Anónimo dijo...

A mi me ha encantado, José Manuel,
si permites que así te llame.
El esilo, sobrio, llano.
Una historia conmovedora, triste
y dulce a la vez.
Es hora de ganar otro premio.
Te felicito y deseo que te recuperes pronto.
Me gustó muchísimo tu zoológico.
Habrá otros animalitos por ahí?
BB

Miguel Baquero dijo...

Ya me lo he leído impreso. Muy bueno, amigo. En tu línea de los mejores. Sigue así, pero como dice Bb, tampoco abandones a tus pobres animalitos, que a muchos nos gustaba eso del banbú fluorescente.

Recupérate, un abrazo

Anónimo dijo...

José Manuel, este texto es magnífico. De los mejores que te he leído.
Un abrazo

Anónimo dijo...

Espero que esa luz tenue permanezca
como luz, que no se apague...
BB