jueves, abril 23, 2009

A por espárragos (IV)

Cuando me di cuenta iban hablando del coche, un Opel Omega grande y viejo, y de todas las aventuras que habían pasado con él. Reían los cuatro y yo no sabía demasiado bien por qué. Me había distraído pensando en el cuarto de baño de la casa de mi suegra. Se me van los pensamientos. No soy capaz de concentrarme. Cada vez que me levanto de la taza me doy en la cabeza con el pico del armario. Duele. Qué estrecheces. Con la de espacio que hay en la casa, una casa de pueblo, y qué pequeño es el cuarto de baño. Tengo varias heridas en el cuero cabelludo que así lo atestiguan. Me siento en la taza, cago, me levanto y me golpeo. Me siento en la taza, cago, me levanto y me golpeo. Siempre ahogo una exclamación y me miro en el espejo. En ese momento, con los pantalones bajados, con el papel higiénico en la mano, tengo una expresión de estupefacción absoluta, la veo en el espejo, y quiero irme a mi casa. Quiero ponerme a escribir, quiero escribir el mejor de los cuentos y no distraerme. Pero no. Me limpio, alzo los pantalones, me abrocho y continúo con mi vida. Con mi vida en el pueblo, sí, de vacaciones.

—¿Os acordáis de cuando Félix dijo para, para, tú, que devuelvo, y no me dio tiempo a parar y me echó todo en la cabeza?

—Qué cabrón. Como olía aquello. Yo creo que el cabrón no mastica. Allí se veían trozos de pollo, y setas enteras, y medias manzanas.

-- Todo sobre mi calva.

-- Cómo íbamos todos, eh, de cargados.

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